El muro de Berlín

El muro de Berlín 

Autor: Ernesto Poblet
  
El ingenio y la desesperación.
  
Ese famoso autito de los años sesenta, el ISETTA, con tres ruedas, dos asientos adelante, atrás el motor, sin baúl y de proporciones extremadamente reducidas, prestó un extraordinario servicio a la causa de los fugitivos del Berlín Oriental.  Ni el más desconfiado de los guardias bolcheviques imaginaría el escondite de un ser humano adentro de un ISETTA.  Sólo el desvelo por la libertad inspiró a pensar en cambiar el ya minúsculo motor del autito por otro extraído de una motoneta.  Y el pequeño tanque normal del combustible reemplazado por un envase de dos litros, abriendo así un espacio estrechísimo para el escondrijo. La exasperante necesidad llevaba a una persona a admitir su encierro por algunas horas en ese cubículo cerrado -pegado a un motor en marcha que le clavaba  sus chillidos en el oído- y a expensas de las emanaciones de la nafta. Extraño y diminuto héroe mecánico aquel ISETTA que salvó tantas personas en sus reiteradas y riesgosas travesías por la Puerta de Brandeburgo.

  
Ciertos estudiantes de Berlin Oeste se propusieron cavar un túnel atravesando el muro por lo bajo para aparecer en determinado lugar del Este y salvar un grupo de amigos.  El problema consistía en burlar la vigilancia de los guardias de Ulbricht que del otro lado del muro observaban cada movimiento mediante catalejos. Una de las jóvenes desarrollaría la tarea de entrar y salir -acompañada y con arrumacos- al departamento que se alquiló para construir el túnel.  Nada más creíble que la actividad de un burdel para simular el movimiento inusitado -de jóvenes- desde un inmueble situado en las cercanías del muro.

Un caballero con su pasaporte en regla se las ingenió para cruzar a su esposa -cautiva en el Este por impedimentos de documentación- mediante el más vulgar de los subterfugios: simplemente la trasladó adentro de una valija.  Y así se sucedieron tantos acontecimientos que dan fe de la infinita creatividad de los seres humanos cuando la libertad los empecina.

Cierta interpretación llevó al Pastor Niemoeller a encontrarle un insólito efecto positivo a la construcción del odioso murallón.  Sostenía este religioso antinazi que el Muro de Berlin permitió a Alemania mantener para los germanos el dominio de los territorios que en esos momentos se encontraban en manos de los jerarcas soviéticos.  Sin el Muro de Berlín y las murallas entre la Alemania Occidental y la Oriental -que duraron hasta 1989- los alemanes del Este  hubieren escapado todos hacia el Oeste y  quedaba la épica Prusia desvastada y sin habitantes.  Entonces los bolcheviques -expertos en trasladar poblaciones por la fuerza- se encargarían de enviar los mongoles para poblar esa parte de Alemania.  Feroz ironía apocalíptica la del Pastor Niemoeller.

La anti-maravilla del mundo y su autor
  
Se construyó el muro con prepotencia y violencia en 1961 y se demolió mediante un estallido popular y espontáneo en 1989,  en medio de la felicidad de dos pueblos que se "re-unían" y la simpatía expectante del resto de la humanidad.  El planeta ostenta orgulloso siete maravillas de la antigüedad, de las cuales seis construyeron los seres humanos.  El siglo XX mostró avergonzado el más colosal ergástulo de la historia levantado para separar una sociedad próspera de otra triste y decadente. Nada tuvo de admirable aquella siniestra obra de albañilería que encarceló y recluyó un pueblo durante 28 años.  Los feos ergástulos que se construyeron en la era romana sólo recluyeron esclavos o condenados a trabajos forzados.  Jamás un pueblo con sus inocentes habitantes como ocurrió en esa parte de la ciudad de Berlín.
  
Walter Ulbricht, presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana en 1961, ostentaba una barbita puntiaguda con evidente imitación de Lenin.  Esta premeditada obsecuencia hacia el líder soviético le acuñó en su pueblo el mote despectivo de "viejo chivudo". No había resultado muy heroica ni resistente la vida de este alemán marxista frente a la carrera ascendente de Adolf Hitler, ni siquiera en los años de fuego de la segunda guerra.  El meritorio burócrata dejó transcurrir plácida su vida en Moscú  -al mando del Partido Comunista Alemán-  hasta regresar a su patria amputada  una vez vencida por los Aliados en 1945. 


 Cómo nació aquel Muro
  
El 11 de abril de ese 1945 la flota norteamericana se detuvo en el Río Elba, a 130 kms. de Berlin. Por orden del Presidente Rooselvelt el general Eisenhower no podía ocupar la capital vencida. Se le había asignado esa prioridad a las tropas soviéticas en base a la palabra empeñada en 1942 por el líder estadounidense.  En julio se decidió la partición de Alemania en cuatro zonas que se distribuirían entre los vencedores EEUU, URSS, Gran Bretaña y Francia.  Berlín sería la sede administrativa que también se dividiría en cuatro sectores.  Pero en esas tratativas se omitió un detalle.  No se firmó un acuerdo “escrito” por el cual las potencias occidentales tendrían un libre acceso por tierra a la ciudad de Berlin.  La Comisión de Deliberaciones había decidido otorgar Turingia y Sajonia a la URSS estando estas zonas ocupadas por los aliados occidentales. Prontamente éstos se decidieron a desocupar esos lugares ante la promesa “no escrita”  del Mariscal Zhukov de permitir dos rutas y tres líneas ferroviarias para comunicar por tierra la ciudad de Berlin con los territorios del Oeste. Cumplida la desocupación de Sajonia y Turingia en favor de los soviéticos, éstos se hicieron los distraídos y negaron las conexiones terrestres.  El mundo occidental desde entonces sólo por vía aérea podría acceder a la ciudad de Berlin.  Comenzaba así la  desgastante "guerra fría" que culminaría con la descomposición de la Unión Soviética y la demolición del Muro de Berlin a ocurrir tres décadas y media después.
  
A los pocos años de incómoda convivencia entre los dos regímenes  -capitalistas y comunistas-  las diferencias comenzaron a perturbar la paz del mundo, a pesar de que los sectores geográficos se respetaban con normalidad, lo mismo que el "puente aéreo" proveniente del Oeste. Un tránsito constante con promedio de un avión tras otro las veinticuatro horas del día  operaba en el aeropuerto de Berlin.  Se abastecía a la población occidental de cuanto insumo fuere necesario para permanecer dentro de un nivel de vida con hábitos confortables, de acuerdo a sus costumbres.  Los aviones proveían desde los víveres hasta la energía, desde materias primas hasta lo más elemental para la industria.  Los soviéticos, guareciéndose de la prosperidad del otro sector, instituyeron un gobierno municipal con lo cual se apresuraron a dividir en dos partes la ciudad de Berlin.  A renglón seguido Berlin Occidental también decidió su cambio institucional: como primer alcalde el pueblo eligió al social-demócrata Ernst Reuter.  Todo esto ocurría en 1948, año en el cual comenzaban a circular dos monedas distintas, el marco oriental y el marco occidental en sus respectivos sectores.  Con una diferencia de días se constituyeron la República Federal Alemana con capital en la ciudad de Bonn, eligiendo en comicios a  Konrad Adenauer al frente del gobierno. Por su parte la denominada República Democrática Alemana decide como capital a Berlín Este (Pankow) y "designan" para el mando a Walter Ulbricht.
  
Ocurría que la población de la Alemania “Democrática”, sin elecciones libres, manejada por una minoría que dependía del Secretariado del Partido Comunista Alemán obediente a su vez del Secretariado del PC Soviético que respondía a Nikita Khrushchev, debía soportar el manejo colectivista y cerrado de su economía con las arbitrariedades de un régimen policíaco más que insufrible para sus habitantes.  Pronto comenzaron a manifestarse las  diferencias.
  
Los Occidentales despegaron rápidamente hacia un desarrollo acelerado compatible con las cualidades y antecedentes del pueblo germano.  Reconstruyeron a un ritmo vertiginoso esa Alemania destruída por la guerra.  Resurgieron sus ciudades, las industrias y los servicios, las fuentes de trabajo, se fortaleció el marco, brillaban las luces, los nuevos edificios, los autos resplandecientes y las consecuentes riquezas que invariablemente surgen del sistema capitalista. Mientras, el contraste con la parte oriental se tornaba demasiado evidente y chocaba con la obsesión propagandística del régimen sovietizado.  
  
Estos fenómenos se reproducían con mayor nitidez en Berlin Occidental  -ciudad aislada como un molesto y peligroso enclave-  aprisionada en medio del territorio de la Alemania Oriental.  A su vez esta ciudad pasó a ejercer la función de una puerta abierta del mundo comunista hacia el mundo capitalista, lo cual terminó por constituirla en un gigantesco drenaje que amenazaba con vaciar de seres humanos esa parte de la nación teutona que respondía a la dictadura soviética.
  
El régimen de Ulbricht y la diáspora.
  
Las exigencias de trabajo a los obreros del Este resultaban extenuantes.  El pago en moneda cada vez más devaluada no rendía para la manutención de la familia, las exacciones estatales necesarias para mantener el creciente gasto público se tornaban asfixiantes, la calidad de vida constantemente decaía, los abusos policiales y del espionaje ideológico pasaron a ser alarmantes. En junio de 1953 se rebeló el pueblo alemán del Este mediante revueltas multitudinarias en todo el territorio. El Comité Central del Partido Comunista de la R.D.A. pide la ayuda de las tropas soviéticas que prestamente aplastaron sin piedad todo intento de liberación con un saldo de 267 muertos y más de mil heridos de gravedad.
  
La consecuencia de los sucesos fue que el gobierno de Ulbricht decidió cercar los 1381 kms. de frontera entre ambas Alemanias.  Consistía en una red compuesta de alambres de púa, reflectores, barreras, pilares de observación, rejas, trampas y cuanto objeto sirviera para impedir las escapadas de los sufridos pobladores.  Una franja-colchón de cinco kilómetros de ancho acompañaba esta complicada muralla.  El único pasaje libre que les quedaba a los desgraciados alemanes ergastulados era la ciudad de Berlin.  Allí las  potencias ocupantes garantizaban la libertad de movimiento.
  
Llegó un momento -en 1961- que más de mil personas por día cruzaban en el transporte subterráneo desde Berlin Este a  para refugiarse en Berlin Oeste.  La policía del régimen de Ulbricht comenzó a hacer descender brutalmente a los pasajeros en la última parada de estación correspondiente a la zona del Este. Con tal estilo de represión y persecución el régimen contribuyó a  acrecentar aún más los intentos de fuga.  El número de los que  cruzaron por cualquier medio alternativo llegó a  1573 refugiados el día 9 de agosto, batiéndose el récord el sábado 12  con 2.262.  Era demasiado. El camarada Ulbricht aplicó el más eficaz cerrojo en todos los vericuetos que pudieran servir para el cruce de una ciudad a la otra.
  
Si el sábado 12 de agosto se habían cruzado 2.262 personas al domingo siguiente nacía el Muro de Berlín.  Fue una noche fantasmal. Camiones y tanques se desplegaron por el lado Este y los alrededores de la Puerta de Brandeburgo.  Comenzaron a descargar toneladas de bolsas conteniendo los materiales y elementos para una monumental obra de albañilería, enormes bultos de alambre de púa, contingentes de soldados con ametralladoras deambulaban nerviosos, reflectores que se prendían y apagaban.  Camiones y autos con movimientos sin mayor sentido.  Grandes barricadas y caballetes.  Cordones de soldados con ametralladoras apuntando hacia el Oeste.  Se emplazaban postes de hormigón para sostén de los alambres de púa.  Las multitudes asistían atónitas al movimiento insólito de un lado de las fronteras. Los del Este lloraban y los del Oeste gritaban, vociferaban e insultaban desesperados por la drástica separación de la ciudad.
  
Ingenio Humano y Audacia.

Junto al levantamiento implacable del Muro el ingenio humano se desplegaba en miles de intentos -exitosos o no-  para huir de la sofocación  del régimen de Pankow.  Un pueblo que durante quince años soportó el nazismo -y otros quince el sovietismo- no trepidó en audacia para escapar del rigor totalitario. Sabían recurrir a un beso prolongadísimo y simulado de una pareja que al mismo tiempo cortaba los alambres de púa y abrían brechas por las cuales lograron fugarse hasta setenta personas.  Empalizar un  túnel de una cuadra y media  -cavado desde el zótano de un departamento-  para cruzar el muro por debajo y aparecer del otro lado.  Saltar desde el primer piso de edificios cuyas ventanas se muestran del lado occidental.  Tapiadas esas ventanas por la polícía de Ulbricht saltaban empecinados por las del segundo piso.  Una mujer -al arrojarse desde el tercero- perdió la vida. Ciertas épicas aventuras en globo fueron las más conocidas por el mundo exterior.   

Esa desesperación dió lugar a otro estilo de drama. Miles de berlineses intentaban eludir de cualquier forma el odioso muro y los controles.  Los agentes del Este disparaban a mansalva contra cualquier intento de buscar la libertad.  Los asesinatos transcurrían a diario y sin piedad.  Algunos fugitivos llegaban al otro lado desangrándose y morían a pocos metros de alcanzar la liberación.  En su afán por fugarse del horror muchos trepaban por los alambres de púa pero resultaba difícil sortear los balazos de los represores, casi imposible.  Sabían que ante un fracaso terminarían detenidos y arrojados en eternas, sombrías  y crueles prisiones.
  
El régimen de Pankow no se descuidó en acrecentar las fuentes de trabajo de su economía rigurosamente estatal.  Empleaba 14.000 policías para custodiar la eficiencia del sistema amurallado de la ciudad. Esa dotación estaba destinada tan sólo para la ciudad dividida, sin contar las huestes que componían la logística del espionaje, la delación y los profesores en el adiestramiento represivo.  Resta calcular las fuentes de empleo para los mismos rubros que absorvían -además- los 1381 kilómetros de muralla que preservaban la separación de los territorios de ambas alemanias. 
  
La vida tras el Muro

En aquellos tristes veintiocho años no resultaba fácil conocer la calidad de vida de los berlineses orientales.  Junto a la grosera pared separatoria se había erigido otra muralla psicológica que impedía aún más observar la realidad.  Los berlineses cautivos hablaban poco. El miedo perturba, paraliza, jamás ayuda.  Cuando lograban refugiarse en el lado oeste continuaban aún sintiendo la cercanía del terror. Los invadía el pánico mientras pensaban en las represalias contra sus familiares y amigos.  El recuerdo del infierno estaba demasiado cercano.  La locuacidad normal recién apareció cuando el régimen y el muro se desmoronaron en 1989.
  
Nunca fue fácil la vida en este estilo de colectivismo.  Las incomodidades materiales, la falta de esperanzas en el crecimiento cultural o económico, el temor a las delaciones y venganzas, la necesaria obsecuencia para sobrevivir con un algo de dignidad, la chatura y el aburrimiento, las burocráticas asambleas y las camarillas dirigenciales que sólo se renovaban con la muerte de cada uno de sus miembros. 
  
La vida cotidiana de la población transcurría soportando filas para comprar, para pagar exaciones, para hacer trámites, para adquirir papas cuando aparecían las papas, lo mismo para los dentífricos y todo lo que escaseaba.  Los rubros de productos escasos era la regla.  Para comprar un auto, el feliz burgués que lograba esa posición tenía que esperar más de diez años ahorrando para alcanzar el precio.  Para adquirir una aspiradora generalmente se debía esperar el lapso de un año.  Los edificios exhibían por décadas los destrozos de la guerra.  Las calles y veredas permanecían en estado deplorable por la misma falta de mantenimiento.  Los servicios jamás funcionaron con eficiencia, salvo en los muy particulares casos de acomodos y  “amistades” oportunas. La calefacción -imprescindible en Alemania- de tan costosa resultaba prohibitiva. La sola tenencia de libros prohibidos se castigaba con años de condena en prisiones a cumplir rigurosamente.  Los delitos de opinión fueron siempre los peores castigados y  propensos al encierro de por vida dentro de los horrorosos gulags. 
  
Otro de los bochornos radicaba en  la angustia de la población cuando el rédito-soborno de las delaciones generaba un hábito de traiciones que destruía  los  mejores lazos  familiares y afectivos.  Personas inocentes que de golpe debían enfrentar procesos por acusaciones de propaganda capitalista, provocaciones, presuntos desacatos a magistrados o jerarcas del régimen. Los testimonios contra familiares y amigos pasaron a ser los mejor recompensados a través de las prebendas típicas de estos regímenes.  De acuerdo a las declaraciones de los liberados en 1989, esta clase de temores mortificaban terriblemente por las desconfianzas que se suscitaban en los  ambientes más íntimos.  Ni en el ámbito de los afectos se encontraba paz y reposo.  La principal obsesión de los desgraciados consistía en ubicar o lograr la oportunidad de la evasión.

Nota del autor:  He visitado Berlin antes y después de la caída del Muro. Las reflexiones que anteceden son fruto de apuntes que tomé en las calles y en los hoteles. En conversaciones con alemanes que no volví a ver ni comunicarme.  Confieso que por muchos años no me sentí inspirado de abordar este tema. Me había asaltado un extraño temor de relatar los vicios y miserias de aquellas sociedades entrampadas en un sistema reglamentado por anacrónicas normas sociales, políticas y económicas.  Las pocas veces que me animé a comentar entre amigos los horrores de los gulags me pareció chocar contra un muro negro de ignorancia y hasta ser receptado con cierto excepticismo por manifestarme crítico de esos ensayos estatistas-colectivistas y represores.  Me hacían sentir como si yo fuera el facsista.